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Francisco José Barba RamosProf. Derecho del Trabajo
Director de Empleo, Emprendimiento y Cátedras Externas
Universidad de Huelva
La “reforma laboral” es mucho más que el Real Decreto-ley 32/2021, de 28 de diciembre, de medidas urgentes para la reforma laboral, la garantía de la estabilidad en el empleo y la transformación del mercado de trabajo. Estamos en un proceso reformista de nuestro marco jurídico laboral.
Buscan la recuperación de algunos paradigmas clásicos del Derecho del Trabajo. Primero, evitar la huida de “la laboralidad” con la aplicación del “principio de primacía de la realidad o irrelevancia del nomen iuris”: como “las cosas son lo que son y no lo que las partes dicen que son”, se entienda que hay “trabajo por cuenta ajena” donde algunos pretenden que haya “relación autónoma, mercantil o un supuesto becario”.
Usamos como ilustración del proceso reformista situaciones visibles desde la perspectiva de la juventud universitaria. Como la aprobación de las conocidas “ley rider” o “ley de teletrabajo” que pretenden definir conceptos de las nuevas relaciones laborales y garantizar los derechos y obligaciones de las partes.
Un frecuente punto crítico en esa necesidad de reforzar el “carácter laboral” de una determinada relación se produce con ocasión de “la formación práctica”; Esos “mercados transicionales” son con frecuencia caldo de cultivo de la precariedad. Siendo profundos defensores de las “prácticas externas del estudiantado universitario”, propugnamos su carácter meramente formativo con su limitación y regulación para evitar las tentaciones propias de estos terrenos fronterizos y pantanosos.
El mismo Decreto-ley 32/2021 aborda el debate, pero errando la óptica de partida y la metodología utilizada. Así, la D.A. Segunda encarga la elaboración de un “Estatuto del Becario” con una perspectiva viciada de origen en la misma denominación pues la figura “del becario” es esencialmente fraudulenta y ya en el imaginario colectivo como un mecanismo de escapada de la legislación laboral; careciéndose de sentido la regulación de algo que debería desaparecer. El punto del debate debe circunscribirse al desarrollo de “las prácticas formativas” en los procesos formativos reglados. Lo que no es trabajo es formación, y no debe regularse desde “instituciones jurídicas” específicamente laborales.
Han transcurrido doce meses sin la aprobación de un texto que se dirime a través de los procedimientos del “diálogo social” entre sindicatos y patronal; y que además parece mostrar signos de arrepentimiento de su propio nombre apareciendo en escena como “Estatuto de las personas en formación práctica en el ámbito de la empresa”.
En todos los borradores aparece -por fin- como denominador común la derogación de las deleznables “prácticas profesionales no laborales” del Real Decreto 1543/2011 de prácticas no laborales en empresas. Son éstas prácticas para titulados, y por lo tanto desconectadas de todo proceso formativo. Y no tienen carácter laboral, porque la ley dice que no lo tiene, y no por la naturaleza de la prestación misma; vulnerando el principio de “primacía de la realidad”. Es moralmente inconcebible y jurídicamente incompatible con el concepto legal de “trabajador asalariado”, sobre todo teniendo en cuenta la existencia de la modalidad laboral del “contrato en prácticas”.
El segundo de los axiomas que se pretende recuperar es el del principio de causalidad en la contratación que muestra la prioridad por el contrato indefinido y que solo se proceda a una contratación temporal cuando las características del trabajo a realizar tuvieran dicho carácter. Porque desde finales de los 80 se ha flexibilizado y descausalizado la contratación eventual con una laxa actitud hacia un fraude generalizado hasta generar una cultura de la temporalidad en España que triplicaba los indicadores europeos. Con la desaparición del “contrato de obra o servicio determinado” “se acabó la rabia”.
Se modifican los contratos “para la formación” y “en prácticas”, tradicionalmente, los únicos temporales que no responden al “principio de causalidad”, pues su temporalidad no es por la tipología del trabajo, sino en función de las características de la persona contratada. Cambia su nomenclatura a “contratos de formación en alternancia” y “contratos para la obtención de práctica profesional”, e intentando hacerlos más atractivos, a la vez que disminuir un posible uso perverso.
La principal novedad del contrato para la formación en alternancia es la posibilidad de realizarse respecto de estudiantes universitarios. Hasta ahora la “formación dual” solo se contemplaba con la F.P., y tras algunas experiencias de “Universidad dual” sin un marco normativo adecuado en la parte “práctica” del proceso formativo, se amplía este mecanismo para estudios universitarios que quieran articularse de tal manera.
Por último, también se pretende fomentar el nuevo contrato para la obtención de la práctica profesional para egresados, y que podrán realizarse dentro de los tres años, o de los cinco años para persona con discapacidad, siguientes a la terminación de los correspondientes estudios, sustituyendo al plazo anterior –claramente excesivo- de cinco y siete años respectivamente. Tratándose de un contrato temporal “sin causa”, sino que atiende a una lógica de fomento de la inserción laboral y que los recién titulados “rompan el hielo” de la experiencia profesional, no tenía sentido una duración desproporcionada como aquella máxima de dos años. Dicho límite se marca actualmente entre seis meses y un año máximo.
Al margen de estas modificaciones, siempre nos pareció un magnífico instrumento de fomento de la empleabilidad de la juventud universitaria que sustituyera a otros mecanismos precarios y con frecuencia fraudulentos que se ocultan bajo la genérica calificación de las “becas”. Hasta el momento, y desde nuestra óptica iuslaboralista y universitaria, podemos concluir que se está en una dinámica de un cambio de paradigma con muchas luces y alguna que otra sombra.